sábado, 4 de enero de 2014

Abigail - Por Sillary Blank


Abigail
Al igual que cada domingo, salí temprano a comprar el diario para revisar las ofertas de empleo, en tanto caminaba de regreso a casa trataba de dominar mi angustia pues era probable que, al igual que en otras tantas oportunidades, no hubieran opciones para mí  «¡el problema es mi edad!», me dije.  Eran tiempos difíciles y generalmente los puestos de trabajo señalaban límite de edad: No mayores de 35 años. 
Durante este año de desempleado, había tratado de realizar toda clase de cosas para agenciarme de dinero, pero yo, al igual que mucha gente en el país, necesitaba un sueldo fijo que me procure a fin de mes el sustento para la familia.  Mi esposa, para bien de nuestra familia pero para acrecentar mi frustración, sí lo tenía, trabajaba de enfermera en un hospital.  Lastimosamente nuestro matrimonio pasaba por una época de crisis, cuanto yo más trataba de acercarme a Pilar, mayor era su rechazo ¡llevaba más de un mes de no tocarla!, la sentía cada vez más ausente, más lejana, mientras que yo estaba cada día más ardiente y más necesitado de su amor.
Llegué a mi casa, preparé un café y abrí aquel periódico, leí algunas noticias y con mucho desgano me dirigí a la sección denominada «Ofertas Laborales», de repente mis ojos se posaron en un anuncio, ¡un anuncio perfecto para mí!  Mi corazón dio un vuelco, llamé a mi mujer y le dije:
―Terminó Pilar, terminó esta angustia, ¡yo sé que este trabajo es para mí!
 Ella, que en ese momento estaba mirando televisión, me miró con disgusto y respondió:
―¡Ojalá, porque me estoy cansando de ser yo la que tenga que pagar las cuentas en este hogar!
Traté de no perder el buen humor y me serví otra taza de café. No me equivoqué, tras un periodo de varias semanas de evaluaciones y entrevistas, un día me vi entrando por aquella puerta como el «Ingeniero Cáceres», aquel que se haría cargo de una obra que la empresa había ganado en una licitación. Llegué temprano, me dirigí a la oficina de la Dirección de Proyectos y, junto a mi jefa, enrumbé a mi presentación formal ante el Gerente, los responsables de otras jefaturas, el personal y finalmente ante mi nueva compañera de oficina, una mujer llamada Abigail.   Debo confesar que de primera intención no me llamó la atención, sentada detrás de su mesa de dibujante, parecía ser una mujer delgada y menuda que seguramente tenía unos diez años menos que yo, pero bastó que clavara los ojos en mí para darme cuenta que tras ellos había una mujer desbordante de lujuria.
Con el transcurrir de los días ella, a pesar de ser una mujer casada, dejó de vestirse como la clásica oficinista enfundada en pantalones, para convertirse en una muchacha extremadamente sexy, ataviada con ajustadas y cortas faldas, que de cualquier forma intentaba desconcentrarme de mis tareas laborales.  Se sentaba frente a mí en su banco de dibujante, cuya altura era adecuada para que mis ojos pudieran apreciar como su apretada falda quedaba lo suficientemente alta para mostrarme sus tentadores muslos y me dedicaba un sensual cruce de sus contorneadas piernas que ensalzaba con una sugestiva caricia en sus pantorrillas con sus manos de uñas color carmesí.
Durante varios días traté de permanecer incólume, hasta aquella vez que se levantó de su banco, se sirvió un café y contoneando sus caderas se me acercó diciendo:
Adriano, ¿quisieras probar un poco de mi… y levantando una ceja sugerenemente continuó ―…café?.
Logró ponerme nervioso y solo pude agradecerle titubeandoAl llegar a mi casa no podía dejar de pensar en Abigail, pero deseaba mantenerme fiel a Pilar, esperé a que llegara la noche y la busqué entre las sábanas, traté de besarla pero fue en vano, apartándome, respondió:
―Déjame dormir por favor, estoy cansada y mañana tengo que trabajar. El resto de la noche no pude conciliar el sueño, la posibilidad de tocar aquellas otras piernas en medias de seda me estaban volviendo loco y algo tenía que hacer. 
Al día siguiente, al llegar a la oficina, estaba nervioso, en cuanto la vi la deseé incontrolablemente. Inventé la necesidad de un viaje de trabajo y le dije:
―Mañana salgo a visitar la obra por unos días ¿quieres venir? puedo llevar una ayudante ¿te animas?.  Noté el brillo de sus ojos mientras me respondía:
―Sí, estaré encantada de disfrutar de tu compañía
Y así, al día siguiente, antes de las seis de la mañana yo estaba, en la camioneta 4x4 de la empresa, recogiéndola para partir.
Durante varias horas manejé callado, imaginándola desnuda, ideando la forma de acecharla, de poseerla.  Ella a pesar de haberse preparado para enfrentar el frío de la cordillera se había agenciado para estimularme con aquel apretado pantalón que dejaba ver su  voluptuoso trasero que era motivo de las más libidinosas conversaciones masculinas en el trabajo.  De pronto vi que colocaba ambas manos entre sus piernas, estaba seguro que intentaba provocarme pero aún no era el momento yo tenía planeado algo diferente así que le dije:
―Subiré la calefacción para que no te petrifiques de frío. Ella sonrió coquetamente y llevando una de sus manos hacia mi cara respondió:
Adriano, pues  mira qué necesitada de calor estoy. Tuve ganas de frenar bruscamente y lanzarme sobre ella, pero aún no era el momento, necesitaba mayor intimidad, aún debía manejar un rato más para encontrar el desvío que nos llevaría a la laguna.
Preferí mantenerme callado y absorto en mis pensamientos llenos de lujuria no me di cuenta que el desvío a la laguna estaba cerca. Repentinamente di un giro brusco que la sacó de su adormecimiento, la noté asustada, tratándola de calmar le dije:
―No te asustes, chiquilla, estamos tomando un atajo, te aseguro que te gustará─ y tras un breve trecho detuve la camioneta en aquel lugar estratégico que me permitiría tener la seguridad de que nada ni nadie pudiera interrumpir.
La dejé un breve momento observar aquel paraje, entonces tomándola por la cintura la acerqué a mí.  Al no mostrar impedimento, clavé mi mano debajo de su casaca, y desprendiendo su blusa, acaricié suavemente su espalda, noté como se sobrecogía.  En respuesta ella rodeó con sus brazos mi cuello y acercó su boca a mi oído para susurrarme sensualmente:
Vamos atrás―.  Sonreí con picardía.
A pesar del frío del exterior, dentro de la camioneta la calefacción volvía el ambiente propicio para la pasión.  Pasé mi brazo alrededor de su cuerpo y la besé, ella me respondió con gran ardor, soltó mis labios y pasó su lengua por mi cuello haciéndome estremecer, puso las manos por debajo de mi camisa para acariciar mi espalda mientras yo ideaba la manera más satisfactoria de obtener lo que deseaba.  Abrí su casaca y le pregunté:
―¿Tendrás frío si te despojo de esto?―,  ella mirándome fijamente a los ojos respondió:
―Hazlo, no tengo frío. ¡Mi cuerpo está ardiendo de deseo!
La aparté un poco, abrí los botones de su blusa y levanté su corpiño, sus senos eran pequeños pero perfectamente formados, los toqué suavemente y ellos se tensaron provocándome estrujarlos entre mis manos.  Abigail, acercó nuevamente su cara a mi oído, lo acarició con la punta de su lengua y jadeante advirtió:
―Quiero más Adriano, quiero llegar a derretirme de placer.   
La despojé completamente de la blusa y la recorrí con mis besos,  su cuello, sus hombros, su pecho mientras que ella se mostraba más ansiosa y jadeante.  Sin dejar de besarla bajé mi mano por su vientre, abrí su cremallera, la deslicé por su pubis descubriendo que carecía de vellosidad y me entretuve pensando «Zorra, ¡se ha preparado bien para mí!», pero la forma en que abrió las piernas invitándome a tocarla me devolvió a la realidad e introduje mis dedos dentro de ella profundamente, pudiendo sentir su humedad. Jugué un momento entre sus labios y sentí que se excitaba aún más, cuando iba a sacar mi mano de aquella tibia zona, cerró fuertemente las piernas atrapando mi mano a la vez que jadeante exclamó:
―¡Tú sí sabes cómo tocar a una mujer!, sigue, sigue un poco más…
Por la forma en la que se mordía el labio pensé que pronto estallaría de placer pero en un momento abrió los ojos y mirándome fijamente me dijo:
―¡Uhmm… con esos dedos tan efectivos ¡me imagino qué habrá por aquí!―. Abrió mi cremallera y  hurgó dentro de mi bóxer hasta descubrir mi virilidad y dejarla en libertad.  Noté su asombro y le dije:
―No te asustes,  no te dañarépero ella con una sonrisa complacida y sin el menor temor se acomodó sobre mis piernas, cerró los ojos y moviéndose acompasadamente la introdujo dentro de su cuerpo con tanta naturalidad como si lo hubiera hecho antes muchas veces más. Cuando se sintió plena, tomó mi cara para mirarme, sus ojos se tornaron brillantes y mordiéndose los labios me pidió:
 ―Demuéstrame Adriano, demuéstrame que eres fuego igual que yo.
 La sujeté fuertemente por la cintura, empecé a moverme cautelosamente, aún con temor de poderla dañar, pero ella me besaba frenéticamente demostrándome que estaba hecha a mi medida por lo que di rienda suelta a mis instintos, frotando sus senos, pellizcando sus pezones, recorriendo su espalda, hasta que ella moviéndose cada vez más rápido soltó un grito de placer.  Me quedé callado, observando sus ojos cerrados, su cuerpo rígido y su boca entreabierta.
Cuando recobró la conciencia y sin separar su cuerpo del mío me miró con picardía y preguntó:
No has terminado ¿no?―. Respondí con un gesto y aprisioné sus caderas a mi cuerpo para que pudiera sentir mi erección.  Así, ella con una facilidad que yo no había visto jamás, recuperó el ímpetu besándome el cuello, mordiéndome el lóbulo de la oreja, dejándome sentir su entrecortada respiración.  Entonces fui yo quien marcó el compás de nuestros movimientos, busqué sus codiciadas nalgas y estallé de placer al mismo tiempo que ella volvía a perderse en un segundo y larguísimo orgasmo. Nos quedamos abrazados, jadeantes, empapados en sudor.  Ella pasó un dedo por el vidrio totalmente empeñado y me dijo sonriente:
―Has estado a la altura de mis expectativas Adriano, yo acariciando su cuello le respondí:
―Sabía que ese cuerpo estaba hecho a mi medida. Ahora tendrás que demostrarme si puedes seguir el ritmo de mis exigencias―.Tomó mi mano, se la llevó a la boca y se introdujo mi dedo medio succionándolo sin dejar de mirarme desafiándome a volver a empezar. Tuve que contenerme y proseguí: ―No me tientes chiquilla, ahora tengo que conducir, debemos llegar a trabajar ¡pero más tarde me lo demostrarás!

¡Ay, Ingeniero! Ya le he dicho ¡yo soy fuego en la cama! Y  realmente lo que deseo es que usted me demuestre hasta dónde se puede llegar, pero tiene razón esta batalla continuará…

                                                       * * *

Buenas noches y buenas batallas...

SILLARY BLANK

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