Abigail
Al igual que cada domingo, salí
temprano a comprar el diario para revisar las ofertas de empleo, en tanto
caminaba de regreso a casa trataba de dominar mi angustia pues era probable
que, al igual que en otras tantas oportunidades, no hubieran opciones para mí «¡el
problema es mi edad!»,
me dije. Eran tiempos difíciles y
generalmente los puestos de trabajo señalaban límite de edad: No mayores de 35
años.
Durante este año de desempleado,
había tratado de realizar toda clase de cosas para agenciarme de dinero, pero
yo, al igual que mucha gente en el país, necesitaba un sueldo fijo que me
procure a fin de mes el sustento para la familia. Mi esposa, para bien de nuestra familia pero para
acrecentar mi frustración, sí lo tenía, trabajaba de enfermera en un hospital. Lastimosamente nuestro matrimonio pasaba por
una época de crisis, cuanto yo más trataba de acercarme a Pilar, mayor era su
rechazo ¡llevaba más de un mes de no tocarla!, la sentía cada vez más ausente,
más lejana, mientras que yo estaba cada día más ardiente y más necesitado de su
amor.
Llegué a mi casa, preparé un café
y abrí aquel periódico, leí algunas noticias y con mucho desgano me dirigí a la
sección denominada «Ofertas Laborales», de repente mis ojos se posaron en un
anuncio, ¡un anuncio perfecto para mí!
Mi corazón dio un vuelco, llamé a mi mujer y le dije:
―Terminó Pilar, terminó esta angustia,
¡yo sé que este trabajo es para mí!
Ella, que en ese momento estaba mirando
televisión, me miró con disgusto y respondió:
―¡Ojalá, porque me estoy cansando de
ser yo la que tenga que pagar las cuentas en este hogar!
Traté de no perder el buen humor
y me serví otra taza de café. No me equivoqué, tras un periodo de varias
semanas de evaluaciones y entrevistas, un día me vi entrando por aquella puerta
como el «Ingeniero
Cáceres»,
aquel que se haría cargo de una obra que la empresa había ganado en una
licitación. Llegué temprano, me dirigí a la oficina de la Dirección de
Proyectos y, junto a mi jefa, enrumbé a mi presentación formal ante el Gerente,
los responsables de otras jefaturas, el personal y finalmente ante mi nueva
compañera de oficina, una mujer llamada Abigail. Debo confesar que de primera intención no me
llamó la atención, sentada detrás de su mesa de dibujante, parecía ser una mujer
delgada y menuda que seguramente tenía unos diez años menos que yo, pero bastó
que clavara los ojos en mí para darme cuenta que tras ellos había una mujer
desbordante de lujuria.
Con el transcurrir de los días
ella, a pesar de ser una mujer casada, dejó de vestirse como la clásica oficinista
enfundada en pantalones, para convertirse en una muchacha extremadamente sexy, ataviada
con ajustadas y cortas faldas, que de cualquier forma intentaba desconcentrarme
de mis tareas laborales. Se sentaba
frente a mí en su banco de dibujante, cuya altura era adecuada para que mis
ojos pudieran apreciar como su apretada falda quedaba lo suficientemente alta
para mostrarme sus tentadores muslos y me dedicaba un sensual cruce de sus
contorneadas piernas que ensalzaba con una sugestiva caricia en sus
pantorrillas con sus manos de uñas color carmesí.
Durante varios días traté de
permanecer incólume, hasta aquella vez que se levantó de su banco, se sirvió un
café y contoneando sus caderas se me acercó diciendo:
―Adriano, ¿quisieras probar un poco de mi… ― y levantando una ceja sugerenemente
continuó ―…café?.
Logró ponerme nervioso y solo
pude agradecerle titubeando. Al llegar a mi casa no podía dejar de
pensar en Abigail, pero deseaba mantenerme fiel a Pilar, esperé a que llegara
la noche y la busqué entre las sábanas, traté de besarla pero fue en vano, apartándome,
respondió:
―Déjame dormir por favor, estoy cansada
y mañana tengo que trabajar―.
El resto de la noche no pude conciliar el sueño, la posibilidad de tocar
aquellas otras piernas en medias de seda me estaban volviendo loco y algo tenía
que hacer.
Al día siguiente, al llegar a la
oficina, estaba nervioso, en cuanto la vi la deseé incontrolablemente. Inventé
la necesidad de un viaje de trabajo y le dije:
―Mañana salgo a visitar la obra por
unos días ¿quieres venir? puedo llevar una ayudante ¿te animas?―.
Noté el brillo de sus ojos mientras me respondía:
―Sí, estaré encantada de disfrutar de
tu compañía.
Y así, al día siguiente, antes de
las seis de la mañana yo estaba, en la camioneta 4x4 de la empresa,
recogiéndola para partir.
Durante varias horas manejé
callado, imaginándola desnuda, ideando la forma de acecharla, de poseerla. Ella a pesar de haberse preparado para
enfrentar el frío de la cordillera se había agenciado para estimularme con
aquel apretado pantalón que dejaba ver su
voluptuoso trasero que era motivo de las más libidinosas conversaciones
masculinas en el trabajo. De pronto vi
que colocaba ambas manos entre sus piernas, estaba seguro que intentaba
provocarme pero aún no era el momento yo tenía planeado algo diferente así que
le dije:
―Subiré la calefacción para que no te
petrifiques de frío―.
Ella sonrió coquetamente y llevando una de sus manos hacia mi cara respondió:
―Sí Adriano, pues mira qué necesitada
de calor estoy―. Tuve ganas de frenar
bruscamente y lanzarme sobre ella, pero aún no era el momento, necesitaba mayor
intimidad, aún debía manejar un rato más para encontrar el desvío que nos
llevaría a la laguna.
Preferí mantenerme callado y
absorto en mis pensamientos llenos de lujuria no me di cuenta que el desvío a
la laguna estaba cerca. Repentinamente di un giro brusco que la sacó de su
adormecimiento, la noté asustada, tratándola de calmar le dije:
―No te asustes, chiquilla, estamos
tomando un atajo, te aseguro que te gustará─ y tras un breve trecho detuve la camioneta en aquel lugar estratégico que me
permitiría tener la seguridad de que nada ni nadie pudiera interrumpir.
La dejé un breve momento observar
aquel paraje, entonces tomándola por la cintura la acerqué a mí. Al no mostrar impedimento, clavé mi mano
debajo de su casaca, y desprendiendo su blusa, acaricié suavemente su espalda,
noté como se sobrecogía. En respuesta ella
rodeó con sus brazos mi cuello y acercó su boca a mi oído para susurrarme sensualmente:
―Vamos atrás―. Sonreí con picardía.
A pesar del frío del exterior,
dentro de la camioneta la calefacción volvía el ambiente propicio para la
pasión. Pasé mi brazo alrededor de su
cuerpo y la besé, ella me respondió con gran ardor, soltó mis labios y pasó su
lengua por mi cuello haciéndome estremecer, puso las manos por debajo de mi
camisa para acariciar mi espalda mientras yo ideaba la manera más satisfactoria
de obtener lo que deseaba. Abrí su
casaca y le pregunté:
―¿Tendrás frío si te despojo de esto?―, ella mirándome fijamente a los ojos respondió:
―Hazlo, no tengo frío. ¡Mi cuerpo está ardiendo
de deseo!
La aparté un poco, abrí los
botones de su blusa y levanté su corpiño, sus senos eran pequeños pero
perfectamente formados, los toqué suavemente y ellos se tensaron provocándome
estrujarlos entre mis manos. Abigail,
acercó nuevamente su cara a mi oído, lo acarició con la punta de su lengua y
jadeante advirtió:
―Quiero más Adriano, quiero llegar a
derretirme de placer.
La despojé completamente de la
blusa y la recorrí con mis besos, su
cuello, sus hombros, su pecho mientras que ella se mostraba más ansiosa y
jadeante. Sin dejar de besarla bajé mi
mano por su vientre, abrí su cremallera, la deslicé por su pubis descubriendo
que carecía de vellosidad y me entretuve pensando «Zorra,
¡se ha preparado bien para mí!»,
pero la forma en que abrió las piernas invitándome a tocarla me devolvió a la
realidad e introduje mis dedos dentro de ella profundamente, pudiendo sentir su
humedad. Jugué un momento entre sus labios y sentí que se excitaba aún más,
cuando iba a sacar mi mano de aquella tibia zona, cerró fuertemente las piernas
atrapando mi mano a la vez que jadeante exclamó:
―¡Tú sí sabes cómo tocar a una mujer!, sigue, sigue un poco más…
Por la forma en la que se mordía
el labio pensé que pronto estallaría de placer pero en un momento abrió los
ojos y mirándome fijamente me dijo:
―¡Uhmm… con esos dedos tan efectivos ¡me
imagino qué habrá por aquí!―. Abrió mi cremallera y hurgó dentro de mi bóxer hasta descubrir mi
virilidad y dejarla en libertad. Noté su
asombro y le dije:
―No te asustes, no te dañaré―
pero ella con una sonrisa complacida y sin el menor temor se acomodó sobre
mis piernas, cerró los ojos y moviéndose acompasadamente la introdujo dentro de
su cuerpo con tanta naturalidad como si lo hubiera hecho antes muchas veces más.
Cuando se sintió plena, tomó mi cara para mirarme, sus ojos se tornaron
brillantes y mordiéndose los labios me pidió:
―Demuéstrame
Adriano, demuéstrame que eres fuego igual que yo.
La sujeté fuertemente por la cintura, empecé a
moverme cautelosamente, aún con temor de poderla dañar, pero ella me besaba
frenéticamente demostrándome que estaba hecha a mi medida por lo que di rienda
suelta a mis instintos, frotando sus senos, pellizcando sus pezones,
recorriendo su espalda, hasta que ella moviéndose cada vez más rápido soltó un
grito de placer. Me quedé callado,
observando sus ojos cerrados, su cuerpo rígido y su boca entreabierta.
Cuando recobró la conciencia y
sin separar su cuerpo del mío me miró con picardía y preguntó:
―No has terminado ¿no?―.
Respondí con un gesto y aprisioné sus caderas a mi cuerpo para que pudiera
sentir mi erección. Así, ella con una
facilidad que yo no había visto jamás, recuperó el ímpetu besándome el cuello,
mordiéndome el lóbulo de la oreja, dejándome sentir su entrecortada respiración. Entonces fui yo quien marcó el compás de
nuestros movimientos, busqué sus codiciadas nalgas y estallé de placer al mismo
tiempo que ella volvía a perderse en un segundo y larguísimo orgasmo. Nos
quedamos abrazados, jadeantes, empapados en sudor. Ella pasó un dedo por el vidrio totalmente
empeñado y me dijo sonriente:
―Has estado a la altura de mis
expectativas Adriano―,
yo acariciando su cuello le respondí:
―Sabía que ese cuerpo estaba hecho a mi
medida. Ahora tendrás que demostrarme si puedes seguir el ritmo de mis exigencias―.Tomó mi mano, se la llevó a la
boca y se introdujo mi dedo medio succionándolo sin dejar de mirarme desafiándome
a volver a empezar. Tuve que contenerme y proseguí: ―No me tientes chiquilla, ahora tengo que conducir, debemos llegar a
trabajar ¡pero más tarde me lo demostrarás!
―¡Ay, Ingeniero! Ya le he dicho ¡yo soy
fuego en la cama! Y realmente lo que
deseo es que usted me demuestre hasta dónde se puede llegar, pero tiene razón
esta batalla continuará…
* * *
Buenas noches y buenas batallas...
SILLARY BLANK
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